Pasaron 38 años del 16 de septiembre de 1974, el día en que grupos de tareas de la policía bonaerense y del Ejército secuestraron a estudiantes de entre 16 y 18 años que reclamaban por el boleto estudiantil en La Plata. Solo uno sobrevivió: su relato fue crucial para que la obra escrita por los periodistas María Seoane y Héctor Ruiz Núñez revelara el horror de la última dictadura militar.
“A los chicos, siempre. Y a todos los adolescentes que, como ellos, se sienten comprometidos con la solidaridad y la justicia, y no consideran una utopía proponer un mundo donde sea más digno vivir”. La dedicatoria de los periodistas María Seoane y Héctor Ruiz Núñez encabezó la sexta edición de un libro que se convirtió rápidamente en best seller, uno de los pocos de investigación periodística en conseguirlo en la historia. La noche de los lápices fue editado por primera vez el 25 de julio de 1986 y se agotó mes a mes hasta llegar a su sexta, en septiembre de 1986, justo cuando se había cumplido el décimo aniversario del “acontecimiento que sacudió a la sociedad argentina”, como lo llamó la dupla periodística.
Eran tiempos urgentes. En el prólogo se contó la cocina de la investigación, cargada de adrenalina y urgencia política en la primavera democrática. “Durante los días y meses de trabajo para este libro, los hemos acompañado. Conocimos a sus familias, compañeros y amigos. Participamos de sus sueños y juegos. Compartimos su despertar político, la pasión por la justicia y la sensibilidad social que los impulsó a la lucha. Los vimos manifestarse por el boleto estudiantil secundario y enseñar a leer a los más pequeños en las villas miseria”, escribieron Seoane y Ruiz Núñez, que desde un comienzo dieron cuenta de cómo los “chicos”, muchos de ellos dirigentes estudiantiles destacados, fueron perseguidos primeramente por el terrorismo de ultraderecha, la Triple A y las bandas del CNU, gestadas en el gobierno de Isabel Perón bajo el amparo de los ministros de Educación del régimen.
“Los vimos, con impotencia, marchar solos hacia la tragedia desde el 24 de marzo de 1976 cuando los militares sediciosos comenzaron a instrumentar su secuestro, tortura y exterminio, como un requisito previo para la implantación de la Doctrina de la Seguridad Nacional en la cultura. Vimos cómo se acuñaba La noche de los lápices en las oficinas de inteligencia de la dictadura, con el apoyo de algunos educadores, para truncar un proyecto “peligroso de ser humano y a la vez producir un escarmiento ejemplar para otros jóvenes”, escribieron luego, mientras proporcionaban a los lectores los datos duros de los protagonistas: Francisco López Muntaner, 16 años, secuestrado el 16.9.76 y desaparecido; María Claudia Falcone, 16 años, secuestrada el 16.9.76, desaparecida; Claudio de Acha, 17 años, secuestrado el 16.9.76, desaparecido; Horacio Ángel Úngaro, 17 años, secuestrado el 16.9.76, desaparecido; Daniel Alberto Racero, 18 años, secuestrado el 16.9.76, desaparecido; María Clara Ciocchini, 18 años, secuestrada el 16.9.76, desaparecida; y Pablo Alejandro Díaz, 18 años, secuestrado el 21.9.76, reaparecido.
Daniel Racero, Horacio Ungaro, Claudio de Acha, Francisco López Muntaner, María Clara Ciocchini y María Claudia Falcone, los seis estudiantes desaparecidos en “La noche de los lápices”
En la lista faltaban otros sobrevivientes, que por desavenencias y desencuentros con los autores no fueron mencionadas aunque sí aparecieron en otras partes del libro: Gustavo Calotti, Patricia Miranda y Emilce Moler. Esta última, con el tiempo, escribió su propia versión en el libro La larga noche de los lápices. Allí dice: “Casi todos teníamos militancia política, la mayoría en la Unión Estudiantil Secundaria (UES), y un año antes, en la primavera de 1975, habíamos participado en una marcha para pedir por el Boleto Estudiantil Secundario, entre muchísimas otras actividades políticas. Más tarde, en 1976, ya bajo la dictadura, seguimos militando y organizamos algunos actos de oposición”. No fueron ni los primeros ni los últimos estudiantes secundarios secuestrados en la ciudad de La Plata. Moler insistía en que fueron secuestrados porque eran militantes políticos.
No había contexto más propicio para la salida del libro de Seoane y Ruiz Núñez que el veredicto del Juicio a las Juntas, ocurrido el 9 de diciembre de 1985, donde los casos de “La noche los lápices” se habían incluido en el expediente. Anteriormente, el Informe “Nunca Más” de la CONDEP ya había mencionado el hecho. El abanico del libro parte de cómo Ramón Camps y sus hombres de la policía de la provincia de Buenos Aires violaron los domicilios de los jóvenes, los arrastraron desnudos, los encerraron en campos de concentración, los torturaron y negaron a sus padres que estuvieran detenidos. Los periodistas supieron de la complicidad en sus secuestros y tormentos de la jerarquía de la Iglesia Católica, al menos por silencio, y del ocultamiento de la prensa sobre estos episodios, con lo que se contribuyó a la ejecución del plan represivo.
Ramón Camps, el jefe de la policía bonaerense durante la dictadura. Hace casi cuatro décadas, la Cámara Federal lo condenó a 25 años de reclusión e inhabilitación absoluta perpetua. Murió en 1994
Padres, hermanos y amigos partieron al exilio. En el medio, los familiares reclamaron con desesperación, cosechando respuestas mentirosas de funcionarios militares y policiales. En la investigación Seoane y Ruiz Núñez armaron un relato coral, reconstruyendo las vidas breves de los chicos. “Transparentes, los vimos tomarse las manos, darse aliento y amarse en el Pozo de Banfield. Vimos a sus carceleros burlarse de la solidaridad y la ternura. Escuchamos el llanto de los bebés que ayudaron a nacer durante el cautiverio. Presenciamos la escena de Pablo despidiéndose de los otros chicos que quedaban prisioneros, sabiendo -porque conocíamos el futuro- que sería un adiós definitivo”, remarcaron sobre Pablo Díaz, uno de los sobrevivientes y protagonista esencial de la historia, que había cumplido 22 años cuando salió de la Unidad 9 de La Plata. Díaz había pasado cuatro años de su vida alternando entre centros clandestinos de detención y prisiones. Algo que no pudieron hacer los compañeros y compañeras, de quienes se despidió en diciembre de 1976 en el centro clandestino de detención conocido como Pozo de Banfield. Se cree que los asesinaron entre esa fecha y febrero de 1977, y sus cuerpos siguen desaparecidos.
El testimonio de Pablo Díaz en el Juicio a las Juntas marcó un antes y un después. Así lo cuentan Seoane y Ruiz Núñez en el libro: “9 de mayo, 1985. Sala de Audiencias del Palacio de Justicia, frente a la Plaza Lavalle, a las 16:35 del tercer jueves del juicio público a las ex-cúpulas militares. Dentro del recinto de diez metros por veinte había 323 personas entre público, invitados y periodistas nacionales y extranjeros. Ninguno de los reos. Sobre el estrado delantero y de espaldas al vitreaux con la inscripción ‘Afianzar la Justicia’, estaban sentados los seis jueces de la Cámara Federal: León Carlos Arslanian, Jorge Valerga Aráoz, Jorge Edwin Torlasco, Andrés D’Alessio, Guillermo Ledesma y Ricardo Gil Lavedra. Los ventiladores no dejaban de funcionar sobre las bandejas inferiores, mientras las cámaras de la televisión oficial registraban los gestos sin sonido de una historia que comenzaría a ser contada. En el costado izquierdo, frente a los jueces, el fiscal Julio César Strassera con su adjunto Luis Gabriel Moreno Ocampo. En el centro, el testigo: Pablo Alejandro Díaz, de 27 años”.
La noche de los lápices fue editado por primera vez el 25 de julio de 1986. Se convirtió rápidamente en best seller, uno de los pocos de investigación periodística en conseguirlo en la historia
Para María Seoane, que había regresado del exilio y en México había ejercido el periodismo, el testimonio de Díaz fue el hilo del ovillo. Luego se reunió en La Plata con Nelva Alicia Méndez de Falcone, Madre de Plaza de Mayo, quien había sido secuestrada y torturada con su marido, y que hasta sus últimos días de vida luchó por encontrar a su hija María Claudia Falcone. Nelva fue un sostén clave para la investigación periodística, con familiares devastados por sus hijos desaparecidos. “A muchas madres las abatió lo que ocurrió con sus hijos, porque ¿quién iba a pensar que iba a existir la figura de ‘desaparición forzada’? Sólo mentes enfermas, mesiánicas. Si hubo una guerra, como ellos decían, los chicos hubiesen merecido un juicio o una detención vigilada, porque eran menores de edad… Claro, eso suponiendo que hubieran sido ‘subversivos’, algo que sólo cabía en la mente de los torturadores”, le dijo en aquel entonces a Seoane, que convocó al experimentado periodista Héctor Ruiz Núñez, notable pluma política de la revista Humor, para reconstruir los hechos. Habían aparecido otros libros que estaban calando hondo en la prensa argentina: Preso sin nombre, celda sin número, de Jacobo Timerman, publicado en 1981 en Estados Unidos y rápidamente esparcido por el mundo, y Recuerdos de la muerte, de Miguel Bonasso, editado en 1984. El peso de lo testimonial pegó el salto con La noche de los lápices: nadie salía de su asombro por la crueldad ejercida sobre los adolescentes.
En una entrevista con Télam, María Seoane -fallecida en 2023- contó cierta vez que esa fue “la primera historia que quiso contar” cuando volvió del exilio en 1984. Además, sostuvo que la historia, escrita en conjunto con Héctor Ruiz Núñez -fallecido en 2012-, fue relatada desde “el compromiso de contar la historia de una generación” que abrazó la militancia en los años ‘70. Una “generación caracterizada por la generosidad, solidaridad de lucha y conciencia política”, había dicho Ruiz Núñez. Ambos escribieron después varios libros, fueron premiados y hoy son reconocidos como maestros del periodismo. En la memoria quedó sobrevolando la multitudinaria presentación del libro en el Centro Cultural San Martín. “Hubo mucha gente ese día, la verdad que no me esperaba esa repercusión”, recordó Seoane sobre el evento, donde sobre el final Fito Páez cantó Yo vengo a ofrecer mi corazón.
El libro La noche de los lápices salió a la venta poco después que se proyectara la película La historia oficial, ganadora del Óscar y de gran conmoción en la audiencia. El cineasta Héctor Olivera sintió que tenía que filmar La noche de los lápices cuando la investigación periodística estaba en su parte final. Luego leyó el libro, vio que tocaba una fibra especial en la sociedad, y lo adaptó sin pensarlo. Él junto a Daniel Kon escribió el guion. El 4 de septiembre de 1986, a sala llena, se estrenó en el cine San Martín de la ciudad de La Plata. Tanto el libro como la película, en sus presentaciones, convivieron con un clima denso y peligroso: los militares estaban al acecho, en total impunidad. Hubo chantajes de bombas, atentados, amenazas a familiares. Más allá de todo golpe bajo, la película exhibía por dentro, y por primera vez, el infierno de los centros clandestinos de detención por dentro. El pública salía llorando de las salas con una mezcla rara de sensaciones.
La novedad aportada por la investigación de los periodistas fue que la represión a los adolescentes-estudiantes secundarios estaba directamente asociada a su lucha por el Boleto Escolar Secundario. Como analizó la historiadora Sandra Raggio: “La noche de los lápices no fue algo que sucedió, sino una trama narrativa conformada por una serie de episodios seleccionados y enlazados entre sí para construir una interpretación sobre el pasado del que se pretendía dar cuenta (una serie de secuestros en un lapso preciso, un grupo de víctimas con características comunes -edad, situación educativa, lugar de residencia, historia previa- y un mismo móvil represivo). Es decir, un modo de narrar determinados hechos, reunidos bajo un nombre que los singulariza en acontecimiento. Ya en el nombre está inscripta la trama. ‘La noche’, además de ser una metáfora muy usada para hablar del período de la dictadura, refiere a una en particular: la del 16 de septiembre. Los ‘lápices’ aluden a los protagonistas, las víctimas: todos ellos, estudiantes secundarios”.
En la película actuaron Vita Escardó por Claudia Falcone; Alejo García Pinto por Pablo Díaz; Adriana Salonia por María Clara Ciocchini; Pablo Machado por Claudio de Acha; Leonardo Sbaraglia por Daniel Racero y Pepe Monje por Francisco López Muntaner (Gentileza: Pablo Novak)
El libro y la película tuvieron una altísima recepción, el libro fue editado más de diez veces y el filme sigue siendo visto por un extenso público aún a casi cuarenta años de su estreno. Su visionado en las escuelas, además, es una suerte de ritual reiterado cada 16 de septiembre. Raggio otorgó una capa de sentido crítico sobre el contexto en el que surgieron ambos artefactos culturales. “¿Qué ‘guerra justa’ se libra contra adolescentes desarmados que sólo peleaban por el boleto escolar? Lo que esta historia revela es la cara feroz de la violencia represiva frente a la extrema vulnerabilidad de las víctimas. Sin embargo, no hay hechos sin relato, y todo acto de narrar lo que se pone en juego son significados. Así, La noche de los lápices, por la forma en que ha sido contada, es uno de los mejores ejemplos de una narrativa más amplia, a la que se ha denominado el ´mito de la inocencia´ o ´la víctima inocente´ cuya característica más notable es el haber ocluido en la narración de los desaparecidos su pertenencia política y sobre todo su adscripción a las organizaciones armadas revolucionarias”.
Pasaron 38 años. La noche de los lápices, emblema de relato del horror en el despertar democrático, forma parte de un gran corpus sobre la dictadura militar y sus representaciones, alimentado en las últimas décadas con libros, películas, nuevas voces y memorias que salieron a confrontarla por sus debilidades y posibles tergiversaciones. Nadie duda, sin embargo, del impacto de una historia que hasta allí nunca se había contado. Las palabras de Seoane y Ruiz Núñez en el epílogo parecen resonar como si no hubiera pasado el tiempo: “Hoy, soñamos con los jóvenes que conocerán a nuestros chicos y los levantarán como bandera. También sabemos que quien lea estas páginas no permanecerá indiferente. Del impacto emocional por la revelación de la perversidad que asesinó a la adolescencia, podrá o no recuperarse. Nosotros, ya lo hemos incorporado a nuestras vidas y jamás nos recuperaremos. Es nuestra fatalidad y nuestro privilegio”.
Esos chicos que desaparecen, como se titulaba una gran novela del escritor Gabriel Báñez, esos chicos que vuelven a aparecer en la memoria colectiva cada 16 de septiembre.
Fuente Infobae (Por Juan Manuel Mannarino) (Foto La novedad aportada por la investigación de los periodistas fue que la represión a los adolescentes-estudiantes secundarios estaba directamente asociada a su lucha por el Boleto Escolar Secundario)